domingo, 16 de agosto de 2015

El jardín de los cerezos, de Antón Chéjov


El teatro no hay que leerlo, sino verlo representado. Y eso hice yo con Chéjov y su Jardín de los cerezos: verlo en el National Theater. El problema es que la versión tenía ciertos toques modernos que no terminé de entender (había militares con metralletas en el reparto) así que, por recomendación de una de las amigas con las que fui a verlo, decidí leerlo. Y aunque cierto atrezzo era inventado y, para mí, sobraba, muchas de las situaciones eran tal y como Chéjov las quería... porque los últimos nobles de Rusia rozaban el ridículo ignorando la realidad de su nueva pobreza. 


Chéjov escribió El jardín de los cerezos en 1904, poco antes de morir de tuberculosis. Chéjov era médico, y al principio escribía sólo para aumentar sus ingresos. Con el tiempo mejoró su técnica, hasta convertirse en uno de los escritores más importantes de cuentos cortos de la literatura universal. Sus obras teatrales, cuatro en total, también son muy conocidas, aunque algunas en el momento de su estreno no gustaron nada. Chéjov retrata en sus obras caracteres típicos de la época zarista, y a través de sus textos conocemos a los mujiks y a los aristócratas de la época que, en la obra que nos ocupa, llegan a intercambiar sus papeles.

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Liubov y su hija vuelven a la casa familiar tras una estancia en París de varios años. La hacienda está a punto de ser subastada, pero los aristócratas no escuchan al amigo de la familia cuando les recomienda parcelar el terreno y venderlo para construir casas de verano. Eso significaría talar los cerezos, el jardín símbolo de la riqueza y el prestigio de la familia, y un romanticismo mal entendido les impide reaccionar. Los tiempos han cambiado y los siervos ya no lo son, como nos cuenta Firs, el empleado anciano que será fiel a la familia para siempre. Ahora los hijos de esos siervos tienen dinero, mientras que la aristocracia tradicional se ha empobrecido.

Esta obra es una clara crítica a la sociedad rusa del momento. Por supuesto a la aristocracia, pero también a los mujiks, a los que no quisieron dejar a sus amos y a los que sí lo hicieron y los olvidaron. También a un país inmovilista, donde, según Chéjov, cuesta tanto trabajar. Todos quieren vivir de rentas y de créditos, y son pocos los que luchan por la prosperidad del país.

Chéjov me ha parecido muy moderno. Siempre que veo teatro en alemán me creo que algo me he perdido por culpa del idioma, pero en este caso no es así. Chéjov deja flecos abiertos, y no nos explica bien las relaciones entre los personajes. Hay escenas un poco surrealistas, como aquellas en las que se habla en alemán (en el original, ruso en la versión alemana) y en las que se baila como si no importara el porvenir. Y es que esos flecos abiertos son secundarios comparando con lo que el autor nos quiere contar, y es como si Chéjov no perdiera tiempo en ello. Para que nosotros lo inventemos o lo imaginemos, porque no va a darnos todo hecho.

Aunque las metralletas de la versión que vi en el teatro no me pegaron mucho, volveré a ver (o a leer) a Chéjov. Probablemente con alguno de sus cuentos sobre mi querida Rusia. No sé si soy yo (es mi debilidad), pero la literatura rusa casi siempre va en mayúsculas, y suele ser apuesta segura.

Ratita de laboratorio

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